Un caballero se compromete a vivir las virtudes cristianas en unión indiscutible con el Romano Pontífice; a frecuentar la vida sacramental y a socorrer a los necesitados. Es un compromiso de vivir y desarrollar integralmente el llamado universal a la santidad (Concilio Vaticano II, Lumen Gentium, Capítulo V) dando así ejemplo de vida cristiana.
En este orden de ideas, el Gran Maestre ha afirmado que “…La creación de la Orden responde al deseo de involucrar a hombres y mujeres calificados que quieran colaborar en una muy noble causa que ha tenido siempre un lugar central en los corazones de todos los cristianos: ofrecer ayuda a la Tierra Santa y a sus instituciones humanas, culturales y espirituales, y servir a la Iglesia y a las Comunidades que viven allí respetando los derechos humanos fundamentales, al mismo tiempo que se favorece el diálogo entre pueblos diversos y se promueve la paz. Jesús nos recuerda que los promotores de la paz, los pacificadores, serán llamados hijos de Dios (Mateo 5:9). Esta bienaventuranza nos preocupa y nos impone una obligación seria, ya que, además de ser nuestro ideal, constituye el metro para la comparación y para el juicio.
Nuestra pertenencia a la Orden es por invitación, no fluye solamente de nuestro deseo de participar. Eso no es suficiente: cada miembro debe tener la dignidad y la disposición correcta para ser parte de la Orden. En el fondo, se puede decir que requiere una vocación, además de estar disponible. Las Damas y los Caballeros han sido en realidad creados por la autoridad de la Iglesia; su nombramiento no se basa en su condición social ni su herencia familiar. Nace de la madurez de cristianos sensibles que buscan contribuir al bien de Tierra Santa, la Tierra de Jesús, el Redentor, que fue hecha Santa por Su presencia, por Su palabra y por Su sacrificio…”