En la iglesia Mater Admirabilis y junto con los familiares de Caballeros y Damas Difuntos fueron recordados todos los integrantes de la Orden desde 1888.
A las 20 del pasado 6 de noviembre sonaron los primeros acordes del órgano que dieron comienzo a la celebración de la Santa Misa de Difuntos presidida por el Pbro. Enrique Saguier Fonrouge y concelebrada por Mons. Fernando Cavaller y por el Pbro. Federico Highton.
De acuerdo con el calendario litúrgico, el 2 de noviembre la Santa Iglesia recuerda a todos los fieles difuntos y es una ocasión principal para rezar por todos ellos y para reflexionar sobre las postrimerías, es decir, muerte, juicio, infierno o gloria. En este sentido el Catecismo de la Iglesia afirma en el punto 1007:
“La muerte es el final de la vida terrena. Nuestras vidas están medidas por el tiempo, en el curso del cual cambiamos, envejecemos y como en todos los seres vivos de la tierra, al final aparece la muerte como terminación normal de la vida. Este aspecto de la muerte da urgencia a nuestras vidas: el recuerdo de nuestra mortalidad sirve también para hacernos pensar que no contamos más que con un tiempo limitado para llevar a término nuestra vida:
«Acuérdate de tu Creador en tus días mozos […], mientras no vuelva el polvo a la tierra, a lo que era, y el espíritu vuelva a Dios que es quien lo dio» (Qo 12, 1. 7)”
Si bien causa dolor la separación de los seres queridos, para los católicos la muerte tiene un sentido positivo porque es el comienzo de la vida en el cielo, según la liturgia de la Iglesia:
«La vida de los que en ti creemos, Señor, no termina, se transforma; y, al deshacerse nuestra morada terrenal, adquirimos una mansión eterna en el cielo. (Misal Romano, Prefacio de difuntos).
Particular alegría causó la presencia del Padre Highton, porque es hijo de D. Federico Highton que fuera Caballero de la Orden. Así, se llevó a cabo el cumplimiento de este gratísimo y fraternal deber tan propio de la Comunión de los Santos, como expresa la Lumen Gentium:
«Hasta que el Señor venga en su esplendor con todos sus ángeles y, destruida la muerte, tenga sometido todo, sus discípulos, unos peregrinan en la tierra; otros, ya difuntos, se purifican; mientras otros están glorificados, contemplando «claramente a Dios mismo, uno y trino, tal cual es (…) Todos, sin embargo, aunque en grado y modo diversos, participamos en el mismo amor a Dios y al prójimo y cantamos el mismo himno de alabanza a nuestro Dios. En efecto, todos los que son de Cristo, que tienen su Espíritu, forman una misma Iglesia y están unidos entre sí en Él» (LG 49).